¿Son más libres –me pregunto– las chicas de hoy que las de hace 40 años? No es necesario ser psicólogo o filósofo para ver que, en nuestros días, los mensajes dirigidos a las niñas se centran exclusivamente en sus cuerpos y en la imagen que proyectan. Vemos a pequeñas de cinco años vestidas como lolitas. A los ocho, las chicas viven en un estado de semianorexia, aterrorizadas de comer cualquier cosa que pueda atentar contra su línea. Deben estar delgadas, conscientes de que lo que damos de nosotras mismas, lo que nos hará felices o infelices, es solo nuestro cuerpo. En unas décadas hemos pasado de la imagen falsa de la mujer como perfecta ama de casa, realizada solo en la maternidad, a una mística de la promiscuidad, que empuja a las adolescentes a creer que la única vía de realización es la seducción y lo que el cuerpo ofrece. Cuantas más relaciones sexuales mantienes, más estupenda eres y más admirada por el grupo.
¡El grupo! Ese ente que, en los días de mi adolescencia, se ponía de manifiesto en el compromiso con diferentes formaciones políticas y que hoy se ha convertido en un magma confuso que, alentado por el soplo siniestro de Facebook, es capaz de determinar los hábitos de las chicas del mundo entero. “¿Estabas muy enamorada?”, le pregunté hace tiempo a una adolescente, con relación a su “primera vez”. “¡No, qué va! –me respondió–. Era el tío más guay del colegio y simplemente quería que las demás se murieran de envidia”.
Cuando escucho estas historias (bastante frecuentes, por otra parte), no puedo dejar de sentir un enorme desasosiego. Estoy convencida de que la “primera vez” constituye un momento importantísimo en nuestra vida, que debe ser vivido con la plenitud integradora de todos los sentidos. Debería ser el enamoramiento lo que nos empujara a dar este paso tan notable; un enamoramiento que luego podrá extinguirse, pero que permanecerá como un recuerdo indeleble y forjará la identidad de nuestra vida sentimental.
Y es que si la primera experiencia nace bajo el signo del exhibicionismo, de la trivialidad, del cuerpo como materia de consumo, ¿sobre qué podremos construir nuestra identidad femenina? Pues sobre más consumo, más hedonismo, más exhibicionismo. Y, andando el tiempo, ellos nos abocarán a un círculo infernal (como los que describe Dante en la “Divina comedia”), que pondrá en evidencia aquello que de veras se esconde tras esta aparente y desinhibida ligereza en el vestir (léase: la humillación), sin que nunca seamos del todo conscientes, que trae consigo que se nos considere nada más que un objeto de usar y tirar, de consumo, de exhibición. De intercambio. Han pasado 40 años desde las primeras luchas por la liberación de la mujer. ¿Qué nos queda de esas luchas hoy en día? Tal vez ha llegado el momento de empezar a decir que eso que quieren colarle a nuestras hijas como libertad sexual, desde el entramado de los medios de comunicación y las redes sociales, no es más que una muy astuta trampa.
- D.: Y esa inteligente trampa pretende introducir los cuerpos de nuestras hijas en el mercado, transformándolas en objetos al servicio del placer masculino y condenándolas a una nueva e invisible prisión; destruyendo, en última instancia, lo más valioso y único que tiene su identidad.
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